Casi no vivió el éxito que se merecía en vida. Llegó en la vejez, pero llegó. Louise Bourgeois es ahora una de las artistas contemporáneas por excelencia. Y su obra te recibe en el Guggenheim Bilbao.
Robert Mapplethorpe retrató a
Louise Bourgeois en 1982, cuando tenía 71 años (sí, es nuestra portada). A ella se le ve ya mayor, con el rostro arrugado y el pelo recogido. Pero lleva puesto un abrigo peludo, de lo que parece un material sintético, que le da un aire juvenil y seguro. La artista carga bajo el brazo una de sus obras más conocidas,
Fillet (1968). El filete en cuestión no es sino una escultura hecha con látex y yeso, que representa un órgano sexual masculino, un pene no muy grande y testículos, y que Bourgeois regaló al MoMA de Nueva York. Cuando se expone la obra, ésta cuelga de un gancho metálico tal y como un pedazo de carne en una carnicería.
Fillet, en francés, significa también
petit fille, jovencita, lo que otorga a la obra otros sentidos irónicos. Bourgeois sonríe y mira fijamente a la cámara. Divertida y provocadora.
Mappelthorpe realizó muchas fotos de miembros sexuales masculinos –sobre todo de hombres negros– tratándolos como temas artísticos atemporales en imágenes que desprenden un aire de belleza clásica. En los años sesenta Bourgeois realizó varias esculturas colgantes que presentaban formas orgánicas, habiendo declarado que amaba las cosas que tenían las formas de quienes le rodeaban, como su marido y los niños. Ambos artistas, Mapplethorpe y Bourgeois,
introdujeron su biografía en sus obras, hablaron de la
sexualidad y el deseo a las fuerzas poderosas del inconsciente. El primero, además de flores y retratos, nos ofreció una visión de la
subcultura gay de su época, y la segunda es autora también de una serie de obras, pinturas primero y esculturas después, tituladas
Femme Maison, y en las que vemos mujeres cuyas cabezas son casas, sugiriendo que la mujer vive en el interior de sus recuerdos, s
entimientos y emociones.
Y conocí a Louise Bourgeois
Tuve la suerte de conocer a Louise Bourgeois al poco de incorporarme como
director del Irish Museum of Modern Art de Dublín en 2003. Brenda McParland, que era entonces conservadora jefe en el departamento de exposiciones del museo, sugirió encargar a Frances Morris, hoy amante directora de la Tate Modern, organizar una exposición de Bourgeois centrada en sus obras realizadas con materiales textiles. Morris había defendido desde hacía años la obra de Bourgeois y sería después una de las comisarias de la gran retrospectiva de su obra en que viajó a la Tate, el Guggenheim de Nueva York y el Centre Georges Pompidou de París en 2008. La muestra del IMMA viajó a Edimburgo, Málaga y Miami. Bourgeois, que ya era mayor, no viajó para ninguna de las inaugu- raciones de los museos. Sin embargo, al acabar el recorrido internacional de la exposición, recibí una carta de Jerry Gorovoy, quien era su amigo además de su asistente, preguntándome si el museo aceptaría un regalo de la artista. Se trataba de una obra sin titular, y fechada en 2001, de la serie de cabezas tejidas que se presentan en el interior de una vitrina de vidrio, y que llegaría a la institución poco después.

Tan pronto como tuve que viajar a Nueva York decidí visitar a la artista para darle las gracias en persona por su regalo, llevándole un enorme ramo de flores. Bourgeois vivía en una típica
Townhouse de Chelsea, que por lo visto puede ahora visitarse, y en donde había vivido desde hacía décadas. Recuerdo una casa oscura y repleta de cosas, sobre todo libros y archivadores de documentos. Bourgeois
llevaba algo parecido a un camisón blanco y que le llegaba hasta los pies. No estaba sola;
estaba firmando grabados que le iban colocando en la mesa a la que estaba sentada una cadena de jóvenes bajo la supervisión de Jerry Gorovoy. Me ofrecieron una butaca junto a ella y mientras seguía firmando láminas, le conté cómo había quedado la exposición,
el éxito crítico que había tenido en los cuatro países por los que había viajado y la gran recepción que había tenido el catálogo, que se agotó pronto.
Bourgeois no hablaba mucho, pero en un momento dado me preguntó si conocía a Barry Flanagan, el escultor británico que vivió los últimos años de su vida entre Dublín e Ibiza –tal y como yo lo hacía en esos momentos– y que resultaba ser uno de mis mejores amigos. Bourgeois me dijo que había tratado a Flanagan ya en los sesenta, y tenía los mejores recuerdos de él. De hecho, mientras hablamos de Barry, su rostro se iluminó, dejó de firmar grabados y me prestó toda su atención. Luego continuó con lo que estaba haciendo.

Al poco nos quedamos en silencio. Ella no decía nada, así que, algo incómodo y sin saber qué más decir, me puse a hablar con Jerry. Lo hicimos durante un rato hasta que ella dio un manotazo a una lata de un refresco que tenía sobre la mesa –creo recordar de una Fanta naranja– y que salió disparada rebotando por el suelo con gran estruendo...
Todos hablábamos en voz baja, tal vez por lo que imponía la carismática presencia de Bourgeois. No sé si fue un accidente o si lo hizo para reclamar mi atención, pero entonces me pareció que se trataba de lo segundo, así que volví a hablar exclusivamente con ella. Creo que le dije lo que me gustaban sus dibujos.
Era una mujer elegante, de una gran presencia y carisma, aunque estaba muy delgada.
Sus manos nudosas me recordaron a sus grandes arañas. La casa me pareció también un espejo exacto de su mundo, en donde todo se conservaba y todo era importante. El reconocimiento le llegó tarde, pero le llegó en vida. Desde entonces no ha cesado de crecer.
Artículo publicado originalmente en el número 1 de L’Officiel Art España.
Imágenes cortesía del Museo Guggenheim de Bilbao.