A comienzos de los años cincuenta, el arquitecto y pintor alemán Erwin Broner se instaló con su esposa, Gisela, en Ibiza: un lugar que supo acoger a los artistas extranjeros de la generación beat, a pesar de vivir a años luz del resto del mundo.


Hubo un tiempo en el que, por Ibiza, en contraste con el blanco inmaculado de sus casas encaladas, pululaban tonos grises, ocres y negros que mandaban en el guardarropa de los payeses como si fueran su segunda piel. Ellas apenas mostrando un cent&iacute;metro de anatom&iacute;a, oculta bajo faldas hasta los pies y pa&ntilde;uelos que cubr&iacute;an su cabello, casi siempre recogido en una infinita trenza. Ellos, con gabanes de tejidos &aacute;speros, esparde&ntilde;as y sombreros de paja para mitigar el sol de la isla. C&oacute;mo imaginar entonces que, unas d&eacute;cadas despu&eacute;s, la moda adlib vendr&iacute;a para ense&ntilde;arlo todo, democratizando pechos, ombligos y muslos entre las miradas indiscretas...&nbsp;

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Hubo un tiempo en el que los carros tirados por burros conduc&iacute;an a la gente por caminos de tierra de Santa Gertrudis, San Antonio o el mism&iacute;simo paseo de Vara del Rey. O que desde las playas v&iacute;rgenes solo se divisaban peque&ntilde;as barcas de pescadores, sencillamente porque a qui&eacute;n se le iba a ocurrir ba&ntilde;arse en aquel Mediterr&aacute;neo &iexcl;y menos medio desnudos!&nbsp;

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Hubo un tiempo en el que los pitiusos ni en su peor pesadilla so&ntilde;aban con recibir hordas de turistas. Y en el que los extranjeros que viajaban a la isla &ndash;y no digamos los que se instalaron en ella&ndash; pod&iacute;an contarse casi con los dedos de ambas manos. Erwin Broner, arquitecto y pintor alem&aacute;n, fue uno de ellos. Lleg&oacute; a Ibiza en 1933, con 36 a&ntilde;os, huyendo del nazismo. No fue el &uacute;nico. Como &eacute;l, otros muchos artistas e intelectuales jud&iacute;os (como el fil&oacute;sofo Walter Benjamin, el pintor Will Faber o el fot&oacute;grafo Raoul Hausmann) pusieron tierra de por medio al horror nazi y encontraron all&iacute; un refugio perfecto. Lo de Broner con la isla blanca fue un flechazo. Sin dinero (el r&eacute;gimen de Hitler le hab&iacute;a confiscado todas sus posesiones) y separado de su primera mujer, hab&iacute;a decidido establecerse en Mallorca. Sin embargo, el barco de vapor que le trasladaba de Barcelona a su destino se detuvo unas horas en Ibiza. En ese mismo instante, se enamor&oacute; de aquel lugar asilvestrado donde el tiempo parec&iacute;a haberse detenido. Y all&iacute; se qued&oacute;, aunque la guerra civil espa&ntilde;ola acab&oacute; con su particular Arcadia, y le oblig&oacute; de nuevo a hacer las maletas, entonces rumbo a Nueva York. All&iacute; conocer&iacute;a a Gisela Strauss, una brasile&ntilde;a de padre alem&aacute;n que ser&iacute;a su tercera (y definitiva) esposa, y a quien trasladar&iacute;a el amor por su para&iacute;so balear.

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Convertidos en ciudadanos estadounidenses, alg&uacute;n tiempo despu&eacute;s los Broner decidieron que se estaba mejor en la vieja Europa. Y se mudaron a Par&iacute;s. Ahora bien, en plena posguerra mundial ansiaban encontrar un lugar que a&uacute;n conservara un aut&eacute;ntico esp&iacute;ritu libre, donde vivir a su aire. No tuvieron que pensar demasiado, y en 1951 el matrimonio se instal&oacute; en Ibiza. Erwin segu&iacute;a enamorado de la isla, aunque a Gisela le cost&oacute; algo m&aacute;s. Reconoc&iacute;a la belleza del paisaje, pero eso no la impresionaba demasiado, ya que hab&iacute;an estado viajando antes por pueblos del Ampurd&aacute;n y la Costa Brava que no desmerec&iacute;an en absoluto. Aunque hubo algo que marcaba la diferencia, seg&uacute;n cont&oacute; poco antes de morir, en 2005: &ldquo;S&iacute; me llamaron la atenci&oacute;n la forma de vida, las costumbres de los ibicencos, su arca&iacute;smo en general, lo fant&aacute;stico que era ir en bici o andando a todas partes. Era una vida muy relajada&rdquo;. Tambi&eacute;n le chocaban cosas tan cotidianas como hacer la compra (&iexcl;sin bolsas de pl&aacute;stico!) y que en el capazo de esparto los tenderos mezclaran verduras, carne y pescado que, para su sorpresa, envolv&iacute;an en papel de peri&oacute;dico...&nbsp;

En aquella Ibiza un tanto salvaje y muy barata, donde esos payeses vestidos como sus abuelos conviv&iacute;an con los extranjeros a quienes miraban un poco por encima del hombro, pero tolerando sus rarezas (entre las que se inclu&iacute;a la costumbre del ba&ntilde;o diario), Erwin y Gisela Broner hallaron la felicidad. Y como ellos otros bohemios de la generaci&oacute;n beat, precursores de los hippies que vendr&iacute;an una d&eacute;cada despu&eacute;s. La primera casa en la que se acomodaron no ten&iacute;a agua caliente; tampoco luz hasta las siete de la tarde, cuando pod&iacute;an disponer de fluido el&eacute;ctrico durante un par de horas. Con ayuda de un fontanero, el arquitecto construy&oacute; una ducha en un acantilado: suficiente para asearse, aunque fuera con agua fr&iacute;a...&nbsp;

Los escasos for&aacute;neos que hab&iacute;a en la isla hicieron amistad entre s&iacute;. En especial, los que compart&iacute;an inquietudes art&iacute;sticas, como el alem&aacute;n Heinz Tr&ouml;kes, el sueco Bertil Sjoeberg o la rusa Katja Meirowsky, entre otros, con los que Broner formar&iacute;a el grupo Ibiza&rsquo;59 junto al ceramista espa&ntilde;ol Antonio Ruiz. Los un&iacute;a la preocupaci&oacute;n por su tiempo, su modo de ver el arte y la literatura y, por supuesto, su pasi&oacute;n por Ibiza. Su primera exposici&oacute;n se celebr&oacute; en el barrio de Dalt Vila, en El Corsario, una antigua casa se&ntilde;orial del siglo XVII reconvertida en 1954 en galer&iacute;a de arte y transformada hoy en restaurante y alojamiento de lujo.&nbsp;

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Sin embargo, la actividad profesional de Erwin no solo se centr&oacute; en la pintura. Como arquitecto en activo, las casas ibicencas despertaron su inter&eacute;s. Tanto que recorri&oacute; la isla en bicicleta fotografiando todas las que pudo y estudi&aacute;ndolas. &ldquo;Las viviendas de los campesinos constituyen una sorpresa para el arquitecto moderno, que queda entusiasmado ante la simplicidad y sencillez que representan estas construcciones del campo&rdquo;, lleg&oacute; a manifestar. Ahora bien, a la hora de construir su propia casa, los Broner eligieron la ciudad de Ibiza y, m&aacute;s concretamente, Sa Penya, el barrio de pescadores. Y all&iacute;, en su acantilado, en 1960, levant&oacute; el que ser&iacute;a su hogar hasta su muerte, once a&ntilde;os despu&eacute;s. Casa Broner, como es conocida, aun&oacute; lo mejor de la arquitectura racionalista &ndash;con claras referencias a la Bauhaus&ndash; con las construcciones isle&ntilde;as: vigas de madera de sabina, muros pintados de blanco, l&iacute;neas rectas y un absoluto respeto formal por el entorno. Seg&uacute;n confes&oacute; la propia Gisela en una entrevista mucho despu&eacute;s, aquella casa fue el sue&ntilde;o de la pareja: &ldquo;Siempre estaba llena de amigos de todas las esferas profesionales, as&iacute; como de los artistas del grupo. Ven&iacute;an de todo el mundo a visitarnos. Era una casa llena de vida&rdquo;.&nbsp;

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Tras la muerte de su marido, en 1971, Gisela permaneci&oacute; en aquel espacio ideado por ambos. De hecho, fue su &uacute;nica residencia en la isla hasta que muri&oacute;, a los 93 a&ntilde;os, no sin antes cederla a la ciudad en su testamento. Un hogar levantado a modo de balc&oacute;n sobre el Mediterr&aacute;neo, que, con el tiempo, ver&iacute;a crecer Ibiza hasta transformarse en templo del movimiento ad libitum primero; tambi&eacute;n en escenario de los estragos propiciados por la hero&iacute;na en los a&ntilde;os 80, cuando yonquis y camellos convirtieron el barrio de Sa Penya en su refugio... Tiempos duros en los que la viuda del artista sinti&oacute; la tentaci&oacute;n de marcharse. Sin embargo, algo m&aacute;s poderoso la hac&iacute;a quedarse: &ldquo;Esta era la casa de mis sue&ntilde;os, en la isla de mis sue&ntilde;os&rdquo;.&nbsp;

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Han pasado casi setenta a&ntilde;os desde que los Broner unieron sus vidas a Ibiza, hoy uno de los lugares m&aacute;s cosmopolitas del planeta. Por sus calles ya no pasean mujeres tapadas de pies a cabeza, ni resulta extra&ntilde;o ver extranjeros ba&ntilde;&aacute;ndose ligeros de ropa en sus maravillosas calas y, mucho menos, d&aacute;ndolo todo en la pista de cualquiera de sus lujosos hoteles discoteca. Por suerte, basta visitar Casa Broner para comprender que el esp&iacute;ritu de aquella isla libre, pero tambi&eacute;n tranquila, es a&uacute;n posible; un lugar donde, m&aacute;s all&aacute; de la cultura clubber, como por arte de magia, el tiempo vuelve a detenerse.&nbsp;

La Ibiza de los Broner

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